martes, 19 de marzo de 2013

 Armando Reverón

         Pintor venezolano considerado uno de los grandes maestros en la historia de las artes plásticas del país. Realizó estudios en la Academia de Bellas Artes de Caracas y, gracias a una beca, siguió estudios en España y tuvo la oportunidad de visitar París. A lo largo de su vida abordó el tema religioso, las naturalezas muertas, la figura, el paisaje, el autorretrato y el desnudo femenino; estos dos últimos fueron los más recurrentes en su producción. En 1921 se mudó a Macuto y construyó con sus propias manos El Castillete, su morada hoy desaparecida. Se suelen distinguir en su carrera tres grandes épocas: azul (marcada por la influencia de Nicolás Ferdinandov), blanca (en la que exploró los efectos de la intensa luz del trópico) y sepia (ya a finales de los 30). En sus cuadros experimentó con soportes y técnicas inusuales, incorporando materiales como el musgo y el óxido de hierro; pero fue sin duda la luz el elemento más explorado. Creó, además de sus pinturas, objetos de la vida diaria, valorados actualmente como parte de su trabajo artístico.


       Hijo de un matrimonio de desencuentros y conflictos, el padre, Julio Reverón, inestable y déspota, desapareció al poco de su nacimiento. La madre, Dolores Travieso de Reverón, confusa y seguramente sumisa, dejó enseguida al hijo en manos de una pareja de amigos, los Rodríguez Zocca, que vivían en una hacienda en Valencia. Sólo años más tarde, tras la muerte de su esposo, su madre haría permanente su presencia en la vida del hijo.
En la hacienda de los Rodríguez Zocca, en Valencia, Armando Reverón se crió en familia junto a Josefina, la pequeña hija del matrimonio, que será su hermana apegada, con y para quien construyó Armando algunos primeros juguetes y muñecas que serán asociados con los que más tarde realizaría en El Castillete. En esos años, rodeado de naturaleza y de evidentes distancias, se inició en la pintura con un tío abuelo materno, Ricardo Montilla. También allí, a los doce años, Reverón sufre un ataque de fiebre tifoidea que determinará en un futuro diagnóstico la presencia psicótica.
A los catorce años muere su padre y se muda con su madre a Caracas. En 1908 ingresa en la Academia de Bellas Artes de Caracas, donde los maestros son Antonio Herrera Toro, Emilio Mauri y Pedro Zerpa. Luego realiza un par de viajes a Europa: primero a Barcelona, en 1911, para estudiar en la Escuela de Artes y Oficios; después, en 1912, a Madrid, donde se forma en la Academia de San Fernando y en el taller de un pintor acomodado y mediocre, Moreno Carbonero, y en el de un buen maestro y guía, Muñoz Degrain. En ese mismo viaje pasa por París en 1914, pero se sabe muy poco de su estancia. Aunque su estadía en Europa no se traduce en un real avance en su formación plástica, determina un momento decisivo, como aprecian algunos de sus biógrafos. Para José Balza, por ejemplo, ese acontecimiento, más que la llegada y conocimiento de otros territorios, representa la metáfora del viaje, del cambio permanente. Para otros, como Mariano Picón Salas, significó el encuentro con Goya, su descubrimiento y su filiación.

      Toda la obra de Reverón debe ser leída como un camino, desandado, de lo representable, que se dirige hacia su pureza, hacia el despojo de cualquier exceso, en una continua transmutación. Pasamos por el Retrato de Casilda, la Figura bajo un uvero, el retratoJuanita (1920-1922) y notamos que el azul se diluye en una ráfaga que ya apunta a esa luz apasionada que cae a toques de sus brochazos, que se hace golpe y tela. La trinitaria (1922) está a punto de ser tragada por la sombra-luz, y los Uveros azules (1922) recuerdan el efecto de arena en los ojos que nos acerca al extrañamiento. En el polvo levantado de muchedumbre en Fiesta en Caraballeda (1924), en el batir de los Cocoteros en la Playa (1926), en la desaparición tras la tela porosa que como la arena borra las huellas que se dejan en Rancho en Macuto(1927), en El Playón (1929) y en la ironía bailarina de carnaval translúcido de Cocoteros (1931), se observan las mismas constantes: los árboles, rostros, cuerpos y paisajes van difuminándose, y toda presencia referencial parece dormir en el poético espacio de la atenuación y el desvanecimiento.

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